Doña Rosa y el legado de “La Güera”

*En el sazón de La Güera confluyen cuatro generaciones y hoy Irma recuerda a su Rosita cada vez que levanta esa sábana que cubre las cemitas de la “Güera”

Jaime Carrera

Puebla, Pue.- En la 7 oriente número 3 la escena retratada es similar de lunes a sábado, aunque los personajes cambian según el día o la hora: ayer fue un taxista, hoy una oficinista y mañana quizá el párroco de una iglesia o un funcionario, pero allí, en las cemitas “La Güera”, coinciden todos.

En ese punto del corazón del centro histórico de Puebla no sólo encajan todo tipo de personas, también lo hacen las texturas y olores, y aún más importante: se mezclan con sabores y emociones, todo en torno a una canasta que todos los días carga la señora Irma Galán Candia.

Ya pasan de las dos de la tarde y el ajetreo que vive la mujer no es diferente al de otros días, aunque esta ocasión saluda a muchos viejos conocidos, a sus amigos: los de antaño y los que está por hacer después de venderles esas famosas cemitas rellenas de guisados.

La mujer irradia felicidad, es gentil y muy atenta, cualidades con las que no sólo nació sino que su madre, Rosita, aquella que dejó un legado culinario en la familia, le reforzó durante su infancia y juventud: el trabajo es la base de todo y el ocio, la madre de los vicios.

Cuando Irma se toma un respiro y recuerda a doña Rosa, el tiempo parece detenerse. A ella regresan vívidamente los días de campo en el entonces no tan urbanizado municipio vecino de Amozoc: rememora los regaños y los abrazos, recuerdos que a su vez, evocan amor.

A Rosita la conocían como la güera y de ahí el nombre del negocio familiar que ya acumula seis décadas. Cuando todo comenzó Irma era una pequeña, aunque la más grande sus hermanos que también preservaron ese legado y se dedican a la venta de alimentos.

En 1959 de un balcón en la 5 oriente colgaba la canasta en la que Rosa trasportaba tortas rellenas de alimentos no tan elaborados: huevo, queso, rajas, pollo. 30 años después el negocio pasó a la 7 oriente número 1 y después, sobre esa misma calle, a la actual ubicación.

Para que la mujer consolidara su afamado puesto después de quedar viuda, narra su hija Irma, tuvieron que interceder personajes como Don Pedro Pomarada, quien la dejó vender en el zaguán de su casa en la 7 oriente para evitar problemas con las autoridades una calle abajo.

Antes, en lo que hoy hay oficinas de Turismo, Rosita también pudo vender su comida, gracias a otro personaje importante: el licenciado Sarmiento, quien con una llamada logró que la mujer dejara una fuente para permanecer en la calle cerca de donde estuvo Tránsito.

Regularmente su mamá asistía al mismo expendio en donde compraba tortas, pero la afición por la bebida de los maestros panaderos les hacía imposible entregar los pedidos diarios por lo que la mujer decidió cambiar de giro: allí comenzaría el legado de la cemita.

“Así se iba a las tienditas, a ir juntando tortas para completarlas y un día, dijo, voy a ver si hay cemitas y entonces llegó a la 14 sur a la altura de Analco, y ahí vendían cemitas de piso (horneadas en el piso del horno), y le dijo a la chava me puede vender del diario y le dijo sí”, narra Irma.

Mientras platica cada historia o recuerdo, detrás de ella en un banquito, en un automóvil con las intermitentes o sobre la banqueta; alguien, una mujer, un hombre o un niño; le da un mordisco al típico pan poblano con ajonjolí relleno de los tradicionales guisados.

Actualmente hay variadas opciones, aunque entre las de mayor demanda se encuentran el mole, pipían, jamón, queso de puerco, galantina, rajas con huevo, acompañados de un largo etcétera que con el paso de los años le han valido el reconocimiento de sus asiduos clientes.

En el sazón de La Güera confluyen cuatro generaciones, pero también el de una joven adinerada –para la que trabaja Rosa– hace más de medio siglo, quien le enseñaba secretos de la alta cocina mexicana de aquella época: el juego de las técnicas e ingredientes más complejos.

“Desde niña mi abuelita le enseñó a mi mamá a guisar, los guisos que la mamá de mi abuelita le había enseñado como el adobo, mole; todo a metate, pipianes verde o rojo, salsa de molcajete, y ya a los 15 años mi mamá decidió irse de Tecamachalco para acá a Puebla”, agrega Irma.

Hoy Irma recuerda a su Rosita cada vez que levanta esa sábana que cubre las cemitas de la “Güera”, pero también lo hace cuando un cliente le dice que conoció a su madre o simplemente, cuando se levanta todos los días a preparar esos guisos que evocan amor.

 

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